Que los dioses nos perdonen


Tenemos pasiones ocultas, deseos escondidos, sentimientos coartados. Te acercaste a su pedestal y la miraste. Los humanos somos curiosos y le preguntaste si los dioses tenían sentimientos, si sentirían dolor. La diosa no te respondió, porque las diosas son caprichosas. Te subiste y le besaste los pies. Ella no te dijo nada, ni siquiera te miraba. Tu le acariciaste las piernas, se las besaste, te arrastraste delante de sus suelas sin que ella dignara a ponerte una encima. Suspiraste, porque los humanos anhelamos aquello que no tenemos. Tu suspiro despertó algo en ella y te miró.

Acarició tu piel con su fusta. Vuestra piel enrojece con los golpes, te dijo. Te golpeó una y otra vez mientras te agarrabas a sus piernas, no cedía a tus suplicas, pues tú la habías despertado.  Hizo un corazón en tus nalgas, un corazón con tu piel enrojecida por los golpes. Tu le suplicaste parar, pero ella no paró. Los dioses no son misericordiosos, así que siguió golpeando mientras sus ojos se iban encendiendo de pasión. Tú aguantabas, la abrazabas, la besabas, te diste cuenta que a las diosas también se les humedece el coño cuando se excitan. Se lo oliste, tratabas de besarlo, de lamerlo, de aguantar. Ella disfrutaba con tu dolor, con tus quejidos, te agarró del pelo y te escupió. Te marcó la espalda con su nombre, porque hay cosas que le encienden el alma y ver su nombre en tu espalda es una de ellas.

Te pisó, al fin te pisó y se sentó encima de ti, de tu espalda. Te pasó su coño húmedo por encima dejando su rastro en tu piel. Olías a ella a su flujo, ese flujo que salía a cada golpe que te daba, a cada arañazo, a cada grito. Te miró excitada, porque las diosas sienten placer y te dijo mirándote a los ojos mientras te pisaba. Cada rojo de tu piel enciende mi fuego. Dejó caer sus babas sobre ti, sobre tu cara. Se abrió de piernas y se sentó en tu cara para notar tu lengua en ella. Por que a las diosas también les gusta que les coman el coño. Se lo comiste con ansia y deseo. Tu polla estaba dura, a punto de reventar, pero eso a ella le daba igual. Se corrió en tu boca y se levantó. Tú volviste a besarla, a aferrarte a  sus piernas, suplicaste correrte, pero las diosas van a la suya. No te dejó. Tu te quedaste abrazado a sus piernas y ella se recreaba con su obra. Porque los dioses son vanidosos, y las diosas más.



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