Quizás el cielo no sea para mí

  Cierra los ojos y visualiza que puedes recorrer los cielos y mirarnos desde arriba. Desde allí arriba ves lo insignificantes que somos en medio del universo. Imagina que tienes alas y eres inmortal, que  tu vida transcurre en la inmensidad de ese cielo que nos mira a diario. Ves a los humanos como simples hormigas que vagan por allí abajo pero tu mirada está puesta en otros seres, los tuyos. Seres alados, siempre vigilantes, una especie de centinelas que los siglos y la lejanía con el mundo los han vuelto insensibles a nuestros problemas, insensibles al mundo. Ángeles les llaman algunos. 

Allí entre esa indiferencia que da el ser superior estaba yo. Porque yo era uno de ellos, volaba, reía, buscaba nuevos entretenimientos en mitad de ese cielo, tranquilo, sereno y aburrido, muy aburrido. Se supone que los seres celestiales no se aburren, están por encima de esos sentimientos humanos. Los ángeles disfrutan de la música, largas conversaciones y se preparan para una guerra que nunca termina de estallar contra los seres del inframundo. Seres que viven más cerca de la tierra, que se alimentan de su calor, de sus deseos, de sus pecados. Seres inmortales como éramos nosotros que tentaban a los humanos para llevarse sus almas, a esos humanos que se suponía que debíamos vigilar y defender pero que nos resultaban tan lejanos como los mismísimos demonios. 

Lo único que alegraba mis días eran los entrenamientos diarios, con la espada en la mano luchábamos entre nosotros, éramos grandes guerreros que nunca entraban en acción. Cuando la punta de mi espada llameante acariciaba el cuello de mi contrincante un sentimiento de placer recorría mi cuerpo. Cada vez me gustaba más jugar con el filo de mi espada y la fina piel del contrario. Podía marcar sin apretar, pero cada día me costaba más controlarme y no rozar ligeramente su piel para que brotasen unas gotas de sangre. Ese día tenía una compañera nueva, bajita, morena y con una larga melena. Estábamos entrenando cuando acerqué mi espada a su cuello y noté su respiración agitada. Di un paso hacia ella y presioné ligeramente haciendo que de su cuello saliese ese líquido rojo que tanto me excitaba. Ella lejos de asustarse me miró a los ojos fijamente, en ellos se veía cierto placer. Sonreí y bajé mi espada por su pecho marcándolo cerca de los pezones. ¿Que me pasaba? Tenía ganas de rozar todo su cuerpo con mi arma.

La temperatura de mi cuerpo empezó a incrementarse mientras yo bajaba mi espada hacia su entrepierna. Acaricié su pubis con ella. La nueva contrincante gimió ligeramente, se notaba que le estaba dando placer ¿estaría tan loca como yo? lejos de avergonzarme lo que me pasaba seguí adelante. Agarré a esa ángelita del pelo y le di un fuerte tirón. ¡No puedes tener placer de esto! le dije con voz firme mientras le corté con mi espada larga melena. Se la enseñé y se la tiré encima. Ella agachó la cabeza, estaba avergonzada. Verla así cohibida me excitó más. Le até sus alas con cuerdas para que no volase. ¿Te gusta que te peguen, verdad? Un ángel no puede ser masoquista, le increpé mientras la dejaba desnuda. Le fui pasando despacio el filo de mi arma por su cabeza, mientras el pelo le iba cayendo sobre sus hombros. La situación me estaba divirtiendo por primera vez en milenios. Me excitaba ver a ese ser humillado y atado haciendo lo que yo le pedía. 

¿Eres masoquista? le dije mientras me colocaba encima de ella para atarle los brazos a la espalda. ¡Contesta! Ella no decía nada. Apreté sus cuerdas con tanta fuerza que gritó. ¿Lo eres? Ella no sabía que decir, admitir su condición la hacía desmerecedora de la nuestra. Me agaché hasta su oreja y le susurré bajito que había dejado de ser un ángel para convertirse en una simple perra. Ella asintió mientras yo pasaba mi espada por su trasero, la pasaba despacio, sin cortar su delicada piel. Tenía todo el tiempo del mundo para tenerla ahí quieta e inmóvil. Rajé su piel marcando su culo con mis cortes. Su sangre me encendió de nuevo. La arrastré hasta una de nuestras jaulas que estaban vacías. Suplicó que no la metiese en una. Lloriqueaba diciendo que yo era la culpable de esta situación, que no estaba bien lo que le estaba haciendo, la metí igual y cerré la jaula. Quizás tenga razón, quizás yo era la que la había incitado, quizás solo quizás el cielo no sea para mí.

 


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